Extravagancias coleccionables

Me encanta coleccionar cosas. Es una costumbre que tengo desde que era un chiquillo y echando la vista atrás puedo decir que he llegado a coleccionar desde lo más mundano hasta lo más curioso. Algunas de esas colecciones las conservo y otras las he perdido por accidente o por desinterés con el paso de los años.
Entre las que he perdido recuerdo una muy peculiar. De niño me encantaban las «manos locas», esos juguetes elásticos y pegajosos que tirabas a la pared o al techo y hacían que las madres te diesen una buena regañina. Las primeras que se fabricaron eran de plástico sólido y cuando te golpeaban con ellas dolía. Seguramente por eso, aparte del interés por abaratarlas, las siguientes fueron mucho más blandas y se rompían con mucha más facilidad. Tenía una colección con todos los colores, guardadas en su envase original para que no se estropeasen. Así estuvieron hasta que mi prima pequeña las vio y las abrió sin compasión un día que no estaba en casa.
En el mismo sentido, más adelante tuve otra colección de juguetes pegajosos, que eran una especie de cabezas monstruosas que regalaban con los yogures de Danone. Las coleccioné en torno a 1994-95, y recuerdo la fecha porque fue cuando estuve escayolado por el atropello de un coche. Si a las madres o a las profesoras les fastidiaba que jugases con las manos locas porque se pegaban al techo y era un horror quitarlas, lo de las cabezas se saltaba los límites. Eran más pegajosas aún y más difíciles de quitar, así que molaban aún más. No había chiquillo a quien no los gustase y yo tenía todo el tiempo del mundo para jugar con ellas aunque no me pudiese mover del sofá.
Otra colección rara que tuve de niño fue una de caretas de plástico. Recuerdo un kiosco de mi pueblo donde las vendían, uno que estaba junto a los recreativos. Las tenían colgadas sobre el mostrador y cuando mi padre me llevaba de cuando en cuando me compraba alguna. Había dos que me gustaban mucho, una espantosa de un troll y otra de un africano, que costaba horrores ponérsela porque era de plástico poco resbaladizo. La afición a las caretas se me quitó una Navidad, cuando mi padre se puso la del troll. Era muy realista, una cara retorcida y horrible con un pelo revuelto que parecía de verdad. Mi padre se quedó muy serio mirándome, tanto que empezó a darme miedo. Luego me sacó la lengua y me pegó un susto de muerte porque el monstruo me pareció real —era muy pequeño—. Tras el carrerón de huida que vino a continuación sucedieron dos cosas. La primera es que no creo que mi padre se pudiera reír más en su vida, la segunda es que perdí la afición a las caretas.
Os preguntaréis por qué en un kiosco al uso había caretas colgando sobre el mostrador. Supongo que también se dedicaban a vender disfraces.
No tan excéntrica fue mi colección de minerales. También hacia mediados de los noventa empecé a coleccionarlos copiando la afición de mi tío a los fósiles, aunque en su lugar preferí los minerales volcánicos con aspecto colorido y caprichoso. Al atractivo de la propia forma se añadía algo que me contaron y que desde luego no tardé en descubrir que era falso: que las piedras albergan energía mística y que tienen poderes curativos. Yo que además era muy aficionado a la literatura y el cine fantástico el supuesto poder energético de los minerales me fascinaba, con lo que jugaba con ellas a que era un mago que obtenía sus poderes a través de ellas. Normalmente conseguir nuevos ejemplares era bastante asequible gracias a las ferias de mineralogía callejeras. Además, me regalaron un libro sobre catalogación de minerales y otro sobre «piedras que curan» que al menos me ofreció bastante entretenimiento, aunque su contenido fuera una patraña.

Mi siguiente colección fue de tebeos Bruguera. Conservo una amplia variedad de tebeos que leía y releía con avidez. A menudo convencía a mi padre para que los domingos me comprase uno al pasar con el coche por un quiosco que se hallaba en un cruce, el mismo que vendía unas revistas de videojuegos la mar de chulas. Leía tebeos una parte considerable de mi tiempo libre, que al ser el de un niño era dilatado. A veces me los llevaba al colegio y los leía durante el recreo si me dejaban quedarme en clase —los partidos de fútbol del patio no me interesaban— y otras simplemente pasaba las tardes con Mortadelo, Zipi y Zape, Carpanta, Superlópez y el resto de la tropa de la editorial. Más adelante la colección Bruguera se sumó a una de manga con obras como Doraemon, Love Hina, Detective Conan o Evangelion.
Y hablando del patio del recreo, lo que sí me llamó la atención fueron las canicas. Cuando se ponían de moda también me dedicaba a coleccionarlas, además a de a ganarlas en los campeonatos que hacíamos en la parte de tierra del colegio, que estaba construido en unos aterrazamientos de montaña y formaba grandes escalones. En uno de ellos, rodeado de pinos, preparábamos el terreno de juego con esmero, retirando el mantillo y haciendo un pequeño hoyo para colar las canicas. Todavía tengo una riñonera llena donde se encuentra también una minicartera-llavero de Puma con las Canicas Especiales. Lo eran porque estaban hechas de lo que a los niños nos parecían materiales raros. Tenía de madera, de hierro, de cristal picado por el uso —lo que supuestamente le confería un poder especial para ganar competiciones— y de plástico. Las de hierro eran las más cotizadas. Solo los chavales realmente guays tenían canicas de hierro.
La moda de las canicas dio paso a la de los tazos, unos discos de pequeño tamaño impresos con dibujos de los Looney Tunes o con los chistes de Chiquito de la Calzada que venían con las bolsas de aperitivos de Matutano. La actividad era muy similar, se competía contra otros para ganar el mayor número. Al poco salieron los supertazos y los mastertazos, que eran versiones especiales de los normales.
El juego era muy simplón. Apilabas un montón de tazos boca abajo, que eran los que apostabas, y lanzabas uno contra la parte superior para tratar de lograr dar la vuelta al mayor número que pudieras. Esos te los quedabas y los piques consiguientes eran bestiales. Se juntaba la competitividad en el juego con la del coleccionismo para determinar quién conseguía la colección completa o los más difíciles de encontrar.
A ese tipo de coleccionismo infantil, se unían el interés por los álbumes de pegatinas (tenía uno de Dragon Ball y de El Rey León), los cromos (me encantaban los de Dragon Ball), las fotocopias de ilustraciones de películas Disney (se competía por tener las más chulas), las barajas de cartas Fournier (cuando se trataba de cartas de personajes Bruguera como Mortadelo o curiosas como las de Karlos Arguiñano), las fotos de las Spice Girls (los chicos nos reservábamos las más, ejem, sugerentes), etc.

Los videojuegos fueron una de mis primeras colecciones, incluso sin saber que realmente los estaba coleccionando. Al principio sencillamente los guardaba a medida que mis padres me los compraban. Los cuidaba y atesoraba, hablaba a todo el mundo sobre ellos cuando tenía ocasión y alguien estaba dispuesto a escucharme. En primaria me dedicaba a dibujar niveles de mis juegos favoritos cuando acababa la tarea de clase y la maestra me daba permiso. Grababa las series de dibujos animados en las que aparecían mis héroes (Sonic y sus amigos) y las veía una y otra vez.
Cuando iba a la universidad y ya tenía independencia económica, mi colección se había disparado. Durante un tiempo había visitado mercadillos de chatarra para conseguir verdaderas antiguallas a base de regateo. Por ejemplo, me hice con un Amstrad CPC 464 por 400 pesetas, lo que vienen a ser casi tres euros. También con un Spectrum por 1.000 pesetas, lo que hoy son seis euros. Tenía un montón de juegos de ordenador nuevos y viejos, y también de consola.
Por si fuera poco, junto a la colección de videojuegos estaba la de revistas, formada por Hobby Consolas, Micromanía y la revista de la Dreamcast (que se comieron las ratas del garaje).

Los libros y el cine han sido otra de mis pasiones y coincidiendo con esa independencia económica mi colección, que venía de lejos, no dejó de crecer sobre todo gracias a las promociones de los kioskos, donde, en el mejor de los casos, una película podía salirte por un euro y en el peor por diez.
Me encantaba —y encanta— visitar librerías de viejo y rastros en busca de tesoros. En una ocasión estuve en el de Madrid y volví cargado de libros viejísimos llenos de parásitos pero repletos de información valiosa. Normalmente mi mayor interés está en los libros de ciencias sociales y de literatura.

En la línea de los libros, mi colección más reciente es la de juegos de rol. Me aficioné en torno a 2010, justo cuando acababa la carrera. Empecé por imprimirme copias en PDF, pero al poco me volví más exquisito y a medida que descubría títulos y temas, la estantería empezó a crecer. Cuando pensaba que no encontraría nada más interesante a nivel coleccionable, voy y me topo con el rol. Un mundo enorme lleno de aventuras e imaginación.
Como hay poco rol en los rastros, el siguiente paso fue rebuscar en páginas de subastas, de libros descatalogados y tenderetes de ferias del manga. Empecé tarde en el rol respecto a otras personas de mi generación, pero en un tiempo récord me hice con una estantería respetable en la que se podían localizar clásicos como Runequest y Advanced Dungeons and Dragons, junto a otros libros descatalogados.
Por si fuera poco, me dediqué (y dedico) a participar en mecenazgos para ayudar a que salieran adelante proyectos pequeños de grupos talentosos.

Pese a esta larga trayectoria coleccionista, nunca he sentido una necesidad obsesiva por conseguirlo todo. Es decir, me encanta tener tesorillos de la cultura popular, conservarlos en el mejor estado posible y disfrutarlos cuando llega la ocasión, pero escasas veces he sentido interés por guardar algo en su envase original para que trascienda las eras. Sería ridículo, en primer lugar porque las personas morimos y si no disfrutas con tus cosas más adelante otro lo hará (si no acaba antes en la basura). En segundo porque casi todos los elementos coleccionables de la cultura popular están hechos con materiales perecederos. Me di cuenta cuando mi flamante colección de películas de Evangelion en DVD acabó colonizada por un hongo raro, dejándola inservible, y más adelante cuando muchos de mis amados libros comenzaron a amarillear. Todo caduca, los plásticos y las colas se cuartean y deshacen, los papeles se oxidan y estropean, y a menos que en casa logres las condiciones óptimas de temperatura y humedad, el proceso de degradación va a tener lugar antes de que te lo esperes.

¿Podré con los años escribir una segunda parte de esta entrada con una nueva lista de extravagancias coleccionables? El tiempo lo dirá...

Comentarios

  1. Interesante artículo. Me encantaban las manos locas, los tazos y las canicas. También coleccionaba cartas y sobres perfumados con diferentes dibujos.

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